Nos vemos, sin fecha ni horario fijo, en algunas pantalla o sintonía radio italiana o española. Y lo mismo ocurre en medios escritos. Tengo la inmensa suerte de no depender de nadie, de no deber nada a nadie y de poder opinar libremente cuando y donde solo yo lo considere oportuno.
«Fatti non foste a viver come bruti, ma per seguir virtute e conoscenza»
«No habéis sido hechos para vivir como brutos, sino para seguir virtud y conocimiento»
Dante Alighieri, "La Divina Commedia", Inferno - canto XXVI

domingo, 29 de noviembre de 2015

(240) ¿Hay un deber de informar al enfermo? Si la enfermedad es “del alma”...
C’è il dovere d’informare l’infermo? Se la malattia è “dell’anima”...





Este post ha sido uno entre los más leídos y también el que más dolores de cabeza me ha dado y sigue dándome.
  He tenido que llegar a “censurar” numerosos comentarios, algunos brutales y crueles, y ha ocurrido que una parte minoritaria pero significativa de los visitantes haya hecho una lectura “al revés”, alejada de mis intenciones.
   Cuando hablo de “enfermedad del alma” no me refiero a la depresión (grave, seria y difícil enfermedad, que necesita de todo el tacto posible y que no hay que confundir con la coloquial “depre”). En el texto me refiero a ciertas alteraciones psicológicas de la personalidad, a ese malestar que no se quiere reconocer en uno mismo y que lleva a comportamientos irreflexivos, impulsivos y a menudo obsesivos, a pesar de percibirlos el sujeto como perfectamente coherentes y racionales.
   Estoy hablando de actitudes vitales que, motivadas por frustraciones, acumulación de experiencias negativas, deseo de rescate y revancha, agotamiento acumulado, etc., van recargando y retroalimentando siempre más una inquietud profunda que, sin embargo, cara al exterior, se consigue disimular bastante bien aun llevando a comportamientos muy a menudo irracionales e autolesivos. El sujeto en cuestión suele “venderse” bien, y por eso no es sencillo detectar la situación para los interlocutores que aprecian y valoran exclusivamente a través de las pocas y filtradas informaciones de su personalidad y vida que el protagonista suministra.
   Aunque la palabra pueda molestar, una alteración así entra en el campo de las patologías. Reconocerla es el primer paso. Mofarse de ellas, o ser crueles, como ha ocurrido con algunos comentarios que he retirado, no es constructivo. Tampoco lo es quedarse como meros espectadores, si se trata de personas allegadas o hacia las cuales existe aprecio.
   Vivimos en un mundo en el que, no digo que siempre, somos capaces de interesarnos y preocuparnos porque alguien tiene un cáncer u otra grave enfermedad física. Y menospreciamos las otras enfermedades, los “malestares del alma”, tan serias como las del cuerpo.
   Eso no es de recibo. No es humano.





El derecho a saber. El derecho a saber cuando el cuerpo o la mente presentan signos preocupantes y se plantea la disyuntiva: ¿Se habla claro con el interesado, se le oculta todo o se le suministran pocas informaciones e indicios parciales con el cuentagotas?

Cuando se trata de un mal físico, aunque sea grave o muy grave, y salvo circunstancias personales muy específicas que lo desaconsejen, la medicina ha llegado en los últimos tiempos a un consenso: al enfermo se le informa. A cada uno según su personalidad, preparación capacidad de comprensión y sensibilidad. Pero no se le miente por acción o por omisión. Yo mismo siempre he pretendido conocer cualquier realidad sanitaria que me atañe para poder organizar racionalmente mi vida.

Pero cuando se trata de otro tipo de malestar, cuanto la patología de fondo, que no viene de hoy y se acelera, entra en una espesa bruma que sólo permite percibirla desde el exterior, con el sujeto lanzado en un acelerón irracional de su vida, ¿qué se hace? ¿Cómo se gestiona esa situación y esa responsabilidad? Sobre todo si la capacidad receptiva es nula, si no hay entorno directo, cercano, nadie que pueda mover ficha, y si alguien la moviera obtendría el rechazo y la obcecación por respuesta? Un miura gigantesco, ese, para que cualquiera intente torearlo sin que se lo lleven por delante.

El derecho a saber, decía. En lo físico, aunque se trate de situaciones dramáticas, si se cuenta se cuenta lo que hay y en la mayoría de las situaciones el enfermo ya es consciente de su propia situación, aunque no conozca el grado de gravedad. Pero cuando se trata de las llamadas enfermedades del alma, cuando son los equilibrios más sutiles del individuo los comprometidos, cuando si se observa atentamente la evidencia es tan fuerte y preocupante, ¿qué se hace?

Cuando al lado del malestar difuso, e instrumentalmente, entra en juego una serie de comportamientos que se alimentan de maldad, irracionalidad, impulsos incontrolados, irreflexión, carreras muy alocadas persiguiendo unas mismas consolidadas obsesiones en tiempo, modos y lugares que no obedece a un mínimo de raciocinio, entonces ¿qué se puede esperar de quien vive esas endiabladas situaciones existenciales? De entrada, la negación y el rechazo. Sucesivamente, la obcecación y la aceleración de toda la sintomatología. Un torbellín envuelto de aparente normalidad. Y eso porque, además de lo preexistente, intervienen también la autoexaltación y el estímulo orgulloso volcados a demostrar a sí mismo y a los demás que los alterados son ellos. Y que dejen en paz.

¿Cómo se convence a que se abrigue y se resguarde a alguien que no quiere saber nada de la meteo y que va semidesnudo por la calle, cuando se anuncia un frío polar que puede tardar minutos u horas, pero va a llegar?

He intentado buscar respuestas en el mundo de la psicología clínica y de la psiquiatría. Y casi todas las respuestas van en la misma dirección. Si no hay entorno directo, lo que tampoco es una garantía de aceptación del ofrecimiento de ayuda, la mayoría de esas situaciones son causas perdidas. A un adulto no se le puede obligar ni siquiera a escuchar. A lo sumo se pueden lanzar señales. Pero si el interesado vive en la ceguera su frenesí, y no percibe ni mínimamente que algo anómalo le pasa, difícilmente escuchará. Y la reacción será de contundente negación y rechazo, además de indignación y hasta de odio por las “ofensivas” insinuaciones recibidas.

En la página de unos psicólogos y psiquiatras italianos, que comparten centro sanitario, he recogido la desolación. Una triste confesada incapacidad de ofrecer respuestas concretas y pautas eficaces cuando alrededor del sujeto afectado no hay un entorno directo y sobre todo si el sujeto sabe actuar y desenvolverse con apariencia de serenidad y normalidad. De esos profesionales he recogido el ejemplo del frío polar. Y la respuesta es que casi siempre sólo queda esperar a recoger cristales de hielo. Inertes. Y sin contar todos los posibles daños colaterales a terceros.

¡Qué pena! 


*  Y vamos a fugar el malentendido de siempre. Una alteración de los equilibrios con consecuencias en la lucidez, la visión global y sosegada y la reflexión, no significa "estar loco". Significa que hay un malestar, superficial o profundo, una alteración de los equilibrios, por ejemplo que el sujeto no percibe su propia realidad con serenidad porque focaliza su atención de manera casi obsesiva.Y obra en consecuencia.
  

miércoles, 25 de noviembre de 2015

(239) El bricolaje de la coherencia, esa cosa tan incómoda y dúctil como plastilina
Il bricolage della coerenza, quella cosa tanto scomoda e duttile come la plastilina


«Predichiamo il Vangelo con l’esempio, poi con le parole! 
Ma prima di tutto è nella nostra vita che gli altri devono 
poter leggere il Vangelo!» 
Papa Francesco,  20/7/2013


Hace unos cuantos días escribía en Twitter que coherencia no significa heredar un bien conjuntamente entre dos o más personas. Era una “boutade” como dicen los vecinos del norte. Se trataba de forzar el lenguaje ante una evidencia, la de que la coherencia, y lo vemos muy a menudo, no está ni se la espera. Ni interesa.

Pasa en las religiones como pasa en la política, en la enseñanza o en la empresa. Impera lo que en Italia se denomina el “fai da te” (hazlo tú mismo), que es una suerte de bricolaje a la carta utilizando sólo los elementos que más casan con los intereses y apetencias de uno, cerrando los ojos ante leyes, normas, protocolos o usos muy consolidados.

Hay sacerdotes católicos que han bendecido privadamente uniones homosexuales y en público las anatemizan, otros que no imponen penitencias y reparaciones en confesiones, y otros más que cierran los ojos ante un proyecto activo de nueva unión, “in fieri” como dicen los latinistas, cuando todavía hay un matrimonio válido. Lo mismo que no faltan santones hindúes que dicen “haz lo que consideres correcto” ante un fiel con apetencias de filetes de vaca u otras transgresiones. Tampoco hay que excluir que algún patriarca mormón, muy fustigador de lo moderno en público, luego ceda a las tentaciones de la informática o las consienta a sus hijos y nietos.

Son ejemplos, podría enumerar muchos más, y me refiero a la coherencia, o más bien a lo contrario que a menudo, muy a menudo, está a la vista de todos. Y se hace más evidente cuando los que más pregonan y vociferan su rigor luego son los que se relajan con más concesiones a sí mismos. Hay muchos púlpitos y tribunas de una incoherencia más evidente y reiterada en la vida pública, en la calle, en los medios, en la vida de siempre y de todos los días. Y sin ir más lejos, en estas redes el escaparate está a la vista de todos.

El “non possumus” no está de moda, si alguna vez lo estuvo. Si lo quiero es que tengo derecho a tenerlo, a costa de hacer añicos lo que digo que creo o moldearlo como la más dúctil de las plastilinas. Aunque hay casos en los que la ceguera ante lo incomodo es casi un reflejo automático y ni siquiera se plantea el dilema ético, moral, cívico o de cualquier naturaleza,

En los valores se llega hasta a curiosas y acrobáticas formas de sincretismo laico. Cosas como: el semáforo no lo paso en rojo porque no se debe, pero la factura mejor sin IVA porque es más barata. Y me estoy quedando en cosas de limitada dimensión, ya que si escalamos en lo que se ve, se oye y se hace, el panorama daría para una wikipedia de la incoherencia.

Al final, las desviaciones, muchas graves o gravísimas, las hay en todos los ámbitos. Y hay complicidades manifiestas de “consentidores necesarios” dictadas por la ignorancia, la pereza, la rutina, la simpatía personal o la benevolencia si el consentido pertenece o simpatiza con el mismo club o es del mismo entorno.

¿A qué viene esto? A la mera observación. De corruptos que invocan el rigor en la administración del bien público, como también de gente públicamente escandalizada por un sacrilegio llegado a los medios y nada escandalizada de su propia conducta. Lo de siempre: hay que mirar al frente, no a uno mismo. Porque es incómodo, y además lo quiero.

¿Que hay que mirarse al espejo? Por supuesto. Lo importante es luego tomar nota, asumir que lo que se ve es real, aunque incómodo, y corregir. Por mucho que vaya en contra de nuestras apetencias más inmediatas. O decirlo claro - "yo con estas reglas no comulgo - y salirse coherentemente del club.