Hay algunas cosas, en la rutina pública de todos los días, que francamente me superan. Mejor dicho, que superan mi capacidad de aguante, la cual – les aseguro – no es poca porque a menudo practico el sano deporte del ninguneo, de hacer como si no hubiese visto u oído nada.
Una de esas cosas es la invasión gratuita de mi privacidad. Es decir, el límite a partir del cual no estoy dispuesto a que fisgoneen en mi vida y, sobre todo, cuando meter las narices en mis cosas es gratuito, inútil, sin beneficios individuales o colectivos. Sobre todo, cuando quien levanta cuello y cabeza, para dirigir la mirada a lo que no quiero enseñar, es la administración pública o una entidad privada en una circunstancia expuesta al público. Y que lo haga por rutina o reglamento, eso me da exactamente igual.
Lo entenderán con algunos ejemplos, aunque podría entretenerme con muchos más. Y estoy seguro de que algunos, muy acostumbrados (tremendo eso de acostumbrarse a los pisotones) encontrarán que mi protesta no merece la pena porque “no es para tanto”.
Ventanilla de un banco, una sucursal en la que no te conocen. Hay una muy moderna raya pintada en el suelo, a medio metro de la ventanilla, que tendría que constituir el límite para que el siguiente cliente no se entere de los asuntos privados de quien le precede. Y en eso, después de haber entregado un documento de identidad, el empleado o empleada de turno comienza a leer en voz alta: nombre, apellido, calle... Yo suelo reaccionar con un cortés: «No es necesario repetirlo, es lo que aparece en el documento». Pues inútil, mi interlocutor detrás del mostrador sigue leyendo y hasta declamando todos y cada uno de mis datos personales, para deleite de los presentes.
Otra situación. Ventanilla de una administración. «Filiación. ¿Cómo se llama su padre?». Siempre me he resistido a eso. Hace unos cuantos años me planté y, como no me detengo con facilidad, pedí asistencia consular. Me salí con la mía y no facilité los datos porque son inexistentes en Italia, donde no se pueden pedir porque privados e inútiles porque no aportan nada a una identificación. Mucho menos en un país como España donde cada ciudadano dispone de la suma de los apellidos paterno y materno, algo que en la mayoría de países no tiene relevancia ni aplicación.

Estamos en el terreno de la privacidad, un valor que antes de estar tutelado por las leyes tiene que residir en el subconsciente automático individual y colectivo. En ese ser ciudadano y sentirse tal, no súbdito sumiso a cualquier automatismo del comportamiento de quienes atienden al público, aunque a veces algo resida en unas normas hoy inaceptable. No es posible tragar situaciones como las descritas para luego armarla por la ausencia de privacidad en las redes de este mundo siempre más interconectado y fisgón.
Hoy me quedo con estos breves apuntes, aunque podría seguir y seguir con muchas experiencias vividas en el día a día. Pero de esas – como del día que en un ambulatorio bastante concurrido alguien gritó «Don Marcelo XY... a la consulta cuatro para su varicocele» – ya hablaremos otro día.