Nos vemos, sin fecha ni horario fijo, en algunas pantalla o sintonía radio italiana o española. Y lo mismo ocurre en medios escritos. Tengo la inmensa suerte de no depender de nadie, de no deber nada a nadie y de poder opinar libremente cuando y donde solo yo lo considere oportuno.
«Fatti non foste a viver come bruti, ma per seguir virtute e conoscenza»
«No habéis sido hechos para vivir como brutos, sino para seguir virtud y conocimiento»
Dante Alighieri, "La Divina Commedia", Inferno - canto XXVI

miércoles, 16 de julio de 2014

(214) Se la enseño a quien me da la gana...
Lo faccio vedere a chi mi pare...



Hay algunas cosas, en la rutina pública de todos los días, que francamente me superan. Mejor dicho, que superan mi capacidad de aguante, la cual – les aseguro – no es poca porque a menudo practico el sano deporte del ninguneo, de hacer como si no hubiese visto u oído nada.

Una de esas cosas es la invasión gratuita de mi privacidad. Es decir, el límite a partir del cual no estoy dispuesto a que fisgoneen en mi vida y, sobre todo, cuando meter las narices en mis cosas es gratuito, inútil, sin beneficios individuales o colectivos. Sobre todo, cuando quien levanta cuello y cabeza, para dirigir la mirada a lo que no quiero enseñar, es la administración pública o una entidad privada en una circunstancia expuesta al público. Y que lo haga por rutina o reglamento, eso me da exactamente igual.

Lo entenderán con algunos ejemplos, aunque podría entretenerme con muchos más. Y estoy seguro de que algunos, muy acostumbrados (tremendo eso de acostumbrarse a los pisotones) encontrarán que mi protesta no merece la pena porque “no es para tanto”.

Ventanilla de un banco, una sucursal en la que no te conocen. Hay una muy moderna raya pintada en el suelo, a medio metro de la ventanilla, que tendría que constituir el límite para que el siguiente cliente no se entere de los asuntos privados de quien le precede. Y en eso, después de haber entregado un documento de identidad, el empleado o empleada de turno comienza a leer en voz alta: nombre, apellido, calle... Yo suelo reaccionar con un cortés: «No es necesario repetirlo, es lo que aparece en el documento». Pues inútil, mi interlocutor detrás del mostrador sigue leyendo y hasta declamando todos y cada uno de mis datos personales, para deleite de los presentes.

Otra situación. Ventanilla de una administración. «Filiación. ¿Cómo se llama su padre?». Siempre me he resistido a eso. Hace unos cuantos años me planté y, como no me detengo con facilidad, pedí asistencia consular. Me salí con la mía y no facilité los datos porque son inexistentes en Italia, donde no se pueden pedir porque privados e inútiles porque no aportan nada a una identificación. Mucho menos en un país como España donde cada ciudadano dispone de la suma de los apellidos paterno y materno, algo que en la mayoría de países no tiene relevancia ni aplicación.

Decía que podría seguir con muchos ejemplos, pero me detengo aquí porque, seguro, ya habrá alguien que se preguntará: «¿Y eso es importante?». Pues sí. En el primer caso, porque nadie tiene derecho a conocer quién es, donde vive y demás características de alguien sólo porque el empleado o empleada de turno no sabe leer mentalmente. En el segundo caso, porque nadie tiene por qué saber si yo no tengo padres conocidos porque fui abandonado recién nacido o por cualquier otra circunstancia. Y por esos motivos, entre otros, en países como Italia, y más, una pregunta así es inadmisible.

Estamos en el terreno de la privacidad, un valor que antes de estar tutelado por las leyes tiene que residir en el subconsciente automático individual y colectivo. En ese ser ciudadano y sentirse tal, no súbdito sumiso a cualquier automatismo del comportamiento de quienes atienden al público, aunque a veces algo resida en unas normas hoy inaceptable. No es posible tragar situaciones como las descritas para luego armarla por la ausencia de privacidad en las redes de este mundo siempre más interconectado y fisgón.

Hoy me quedo con estos breves apuntes, aunque podría seguir y seguir con muchas experiencias vividas en el día a día. Pero de esas – como del día que en un ambulatorio bastante concurrido alguien gritó «Don Marcelo XY... a la consulta cuatro para su varicocele» – ya hablaremos otro día.


2 comentarios:

  1. Pero eso se ha dado siempre. A mí no es que me importe que digan cosas en voz alta, menos cuando entran en detalles. Lo he visto y oído.

    ResponderEliminar
  2. Para llegar a eso tendríamos antes que tener cultura cívica, esa que te impide tirar un papel e la calle o la cáscara del marisco en un bar. Me parece que estamos pidiendo peras a olmos y aquí tenemos más bien pinares.

    ResponderEliminar

Los comentarios serán moderados - I commenti saranno moderati