Pues sí. Uno ha navegado lo suficiente por el mundo y por esta profesión plagada de cínicos que se venden como idealistas – profesión poblada también por muchos colegas que consiguen ser personas sensatas y equilibradas – y sin embargo no cesa de indignarse. Aquí se suelta todo, se emite todo, se enseña de todo y se escribe lo que sea. En aras de ese mito que es la libertad de expresión sin límites. “Porque aquí tuvimos una dictadura, ¿sabes?”, siguen soltándome desde hace unos seis lustros, los que llevo inmerso en esta sociedad que conozco como la mía.
Ya, como si en el resto de Europa o en otros rincones del mundo no hubiesen tenido y padecido dictaduras, falta o limitación de la libertad. ¡Ya vale de agarrarse a un clavo sin cabeza que no puede sujetar lo insujetable! ¡Ya vale de coartadas!
Vuelvo a esa frase que hoy me hizo frenar en seco y que no se me ocurre repetir, como no lo haría un medio de países del entorno. Auténtica blasfemia, que sin duda no es la primera pronunciada por el éter, como tampoco lo son exabruptos, insultos, expresiones soeces y muchas más lindezas que se sueltan con toda naturalidad entrando en casas ajenas y sin pedir permiso. Porque eso hacen la radio, la televisión y los periódicos: entrar en casas ajenas, a las que se tendría que acceder como mínimo con educación y con un lenguaje correcto.
Poco importa que lo que se dice o escribe lo hayan escrito oyentes, telespectadores o lectores. Es una excusa impracticable en la mayoría o en todos los países del entorno. Claro, aquí la muletilla es la de siempre: “Libertad de expresión, no a la censura”. Pues por esa misma regla tendríamos que asumir con naturalidad que nos pongan a toda pantalla un primer plano y detalle de excrementos recién producidos; la descripción radiofónica, muy detallada, de un episodio diarreico; la crónica con tamaño y color de cada elemento observado en un vómito callejero post-botellón.
Pues no. No se es más progre, más tolerante (¿?), más avanzado y más libre por dejar que cualquiera vomite lo vomitable con aderezo de ese vocabulario tan carpetovetónico que aquí vende mucho y que se basa en el consabido “caca, culo, pedo, pis y un acento antirreligioso”. Pero sólo se sigue siendo profundamente irrespetuosos, soeces y reiteradamente acomplejados como el día tras día demuestra, abriendo los ojos y afinando el oído. Vamos, perfecto laboratorio para psiquiatras y psicólogos. Extranjeros, por supuesto, o españoles que consigan abstraerse del entorno.
Hay momentos, muchos, muchísimos, en los que la única reacción posible es la del “¡apaga y vámonos!”. Pero son tantos esos momentos que casi sería más saludable tirar la radio y el televisor y alejarse de los quioscos de prensa. Y a Internet -sobre todo a los foros de los medios de comunicación- ni echarle un vistazo.
Tenía razón ese estadista europeo, muy conocedor de España y muy navegado por la política a caballo entre los dos últimos siglos. Una tarde, paseando por el granadino Carmen de los Mártires, me dijo: “La mayoría, buena gente. Pero a muchos, a demasiados, les falta finura. Los han cortado con hacha”.
De las hiperfilias e hiperfobias con las banderas - otro complejo muy de aquí – hablaremos otro día. O mejor, no. ¿Para qué meterse en batallas estériles perdidas de antemano por desesperación?
¡Qué lástima!
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