En los ’80, en
un artículo en las páginas de Cultura (y por tanto con ciertas licencias literarias
y concesión de “imágenes”) a propósito de la decadencia, de la “saudade” y del
aspecto de esa Lisboa, escribí en mi periódico que la capital portuguesa podía
ser “la ciudad ideal para suicidarse”.
Era evidentemente una imagen, lejos de mí la
incitación a quitarse la vida o la voluntad de desprestigiar una ciudad que he
vivido mucho y de la cual he contado sus avatares a partir de la Revolução dos Cravos.
Pero ese artículo no pasó desapercibido y,
además de algunos amigos portugueses, se me enojó incluso el entonces embajador
lusitano en una capital europea.
Con el recuerdo de esa imagen y de ese
artículo, ahora, con la observación cotidiana y viviendo cada minuto de esta
misma sociedad, casi podría atreverme – siempre con alguna “imagen” – a
escribir una larga pieza sobre Madrid.
Y correría el riesgo de que se me escapara
alguna afirmación como: “Hay pocos lugares, como Madrid (o sus redes sociales),
en los que se perciba un mejor caldo de cultivo para el odio, el odio visceral
que no deja espacio para acercarse con respeto a las razones del otro”.
Pero sería una percepción incompleta, porque
la observación de cada día, acentuada en los últimos años, me llevaría a salir
de la capital y dar un amplio garbeo constatando más de lo mismo. Con todas su
excepciones, claro.
No creo que lo escribiré. ¿Para qué echarle
más gasolina al fuego de los incendiarios militantes de un odio que se guarda
en las tripas y se ostenta como oro en paño?
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