Regreso de un funeral. Ha sido la despedida de alguien conocido y apreciado por su calidad humana. Y ha sido un momento que no me es desconocido, aunque a muchos pueda sonar como irreverente. Porque allí, ni en los familiares ni tampoco en los allegados, yo no percibí tristeza, o por lo menos no la consueta, visible y a menudo aparatosa tristeza que impregna el ambiente en esa circunstancias de duelo.
Parecía más bien una despedida no definitiva, no dramática. Una suerte de "¡Hasta la vista!" en la que no faltaron ni anécdotas ni sonrisas en el recuerdo de varios momentos de la vida del fallecido, una persona ejemplar bajo cualquier aspecto que se la pueda mirar. Confieso que me emocioné, aunque no era la primera vez que vivía momentos así. Por ejemplo, en la despedida de mi padre, delante de cuyo cuerpo, descansado y sereno, con mis dos hermanos y mi madre, aún con la humana tristeza por la pérdida de un ser querido, mantuvimos la sonrisa del recuerdo de todo lo vivido juntos y una serenidad que en esos momentos encontré natural y que ya queda indeleble en mi memoria.
Pero volvamos al funeral en el que acabo de estar, y que, además, como ocurre en los últimos que he presenciado, veo siempre más con cierta relativa serenidad, como si se trataran de una suerte de prueba general ante lo ineludible.

Los restos de mi padre descansan a pocos metros de sus padres y de un hermano. Mi madre, a sus 91 años, sigue hoy viviendo a no más de trescientos metros de donde ese gigante creció en la casa familiar. Y ese gigante es Carlos Maria Martini, cardenal, arzobispo de Milán, hombre de la Iglesia, de la cultura, testigo y protagonista de su tiempo, fino intelectual a menudo incómodo, gran hebraísta, negociador de rendiciones terroristas, edificador de puentes con otras religiones y culturas, hombre del diálogo abierto a todos, amigo de los últimos y a menudo fustigador severo de los privilegiados.
Pero no voy a trazar aquí una bio-agiografia de Carlo Maria Martini, que volvió a Italia de su jubilación de estudio en Jerusalén, ya presa del parkinson, y el 31 de agosto de 2012 se despidió ante la consternación de creyentes y no creyentes, de muchos admiradores y muy pocos detractores. Concentraba el respeto y su muerte fue la solemne comprobación.
Iba conduciendo, entonces, cuando con en la cabeza el eco del «Requiem» me acordé de una anécdota de la que Martini fue protagonista. No me pregunten ni cuándo ni dónde ocurrió, porque voy de memoria. El hecho es que alguien un día hizo una pregunta aparentemente singular al entonces cardenal de Milán: «Eminencia, tengo una duda. Cuando se reza “Requiem æternam dona eis Domine et lux perpetua luceat eis. Requiescant in pace” (“Dales, Señor, el descanso eterno, y que la luz perpetua los ilumine. Descansen en paz”) me parece muy poco cristiano».
Martini escuchó con atención, con una indisimulada curiosidad y un esbozo de sonrisa. Y el interlocutor prosiguió: «Disculpe, pero esas expresiones, esos deseos, me dan la sensación de que el Paraíso sea un gigantesco dormitorio. ¿No sería mejor si sonara algo como: “Gaudium aeternum dona eis Domine et lux perpetua luceat eis. Gaudeant in pace et in laetitia” (Dales, Señor, el gozo eterno, y que la luz perpetua los ilumine. Gocen en paz y alegría)? ».
Aquí es cuando la sonrisa del cardenal fue tal, aunque sin perder la seriedad “amena” de la pregunta. Y contestó (nunca en su intensa vida de teólogo e intelectual abierto a la sociedad dejó de buscar y dar respuestas): «No tengo ninguna objeción. El texto que Ud. propone es sin duda bello y quien quiera que rece así».

Eso recordé y de eso les quiero hacer partícipes, regresando de un funeral. Y con ese pretexto, he querido recordar a mis padres y a un gigante de nuestros tiempos cuya familia tuve por vecina.
¡Hala! Si lo necesitan, que descansen aquí. Porque en el Paraíso no se duerme. Ni hará falta.
Que tengan un buen día, por favor.
Gracias.
ResponderEliminarTenía sólo una lejana referencia de Martini. Y me ha hecho ver la muerte con otros ojos.
Interesante y bonito. Me quedo con la versión propuesta por ese señor que preguntaba. Si lo hay, y tiene que haberlo, tiene que ser algo con una sensación así.
ResponderEliminar¡Que Dios se lo pague!
ResponderEliminarY cómo lo relata...
Soy lo que se viene llamando “cura de importación”, un “sudaca” ordenado. Desconocía ese episodio del cardenal Martini, al que muchos hemos admirado y admirado.
ResponderEliminar¿Sabe mi primera reacción? Que la “fe del carbonero” y el lenguaje de los creyentes que se hacen preguntas muchas veces supera en profundidad, y sobre todo en claridad, los formulismos de los “doctores”.
Me encanta. Adopto la reformulación.
Esté Ud. con Dios, señor mío. Gracias.