«En todo instinto o impulso, la verdad ha tomado forma
de una ensoñación para oprimir la voluntad».
Gilles Deleuze

No es exacto afirmar que los avestruces hagan eso por esos motivos, pero es perfecta la imagen aplicada a los seres humanos y justamente por ese motivo se ha perpetuado con gran eficacia. Hacer el avestruz es la descripción de un intento de fuga que no lleva a ninguna parte, es la huida de una realidad que en realidad no cambiará una pizca – lo más probable es que empeore – por mucho que se hunda la cabeza.
Peor aún. Con esa alocada y aparentemente cómoda actitud, todo se complica, aunque las consecuencias no aparezcan con inmediatez. Se ha perdido un tiempo precioso, se ha escogido la estéril, irresponsable y egoísta estrategia del “ojos que no ven, corazón que no siente” y se ha dejado espacio para que todo lo que temíamos, o vagamente intuíamos, empeore. Al sacar la cabeza del hoyo, porque al final habrá que sacarla, el riesgo es que la elección de esa ceguera ya no consienta margen de maniobra para salvar por lo menos los muebles.
Quien lee estas líneas tendrá sus propias experiencias y reconocerá ese comportamiento en muchos momentos, ámbitos y sujetos que vamos conociendo y observando a lo largo de la vida. En comportamientos a la vista de todo el mundo y entre lo más cercano de las vivencias cotidianas y más privadas. Y – ¿cómo no? – habrá pasado, en mayor o menor medida, también con nuestros propios comportamientos.


Esa continua fuga de la realidad, con paradas para hundir la cabeza y apartar una y otra vez lo que no se quiere ver, puede encontrar soporte en comportamientos que son todo y todo lo contrario: colgarse pins y medallitas, abrazar causas de todo tipo de manera instrumental, pasar con un sorprendente y rápido desparpajo del blanco al negro, buscar alianzas que consoliden un clima de autoconvencimiento de que se corre por la pista correcta.
Pero la constante es la de hundir la cabeza. Un recurso que puede perdurar y dar la ilusión de su eficacia hasta a largo plazo. Casi nunca para siempre, y entonces el despertar a la realidad suele ser con una factura muy salada ante las narices de nuestro avestruz de turno, al cual, y dependerá de la predisposición del entorno y del daño ocasionado a lo largo de la carrera, se le podrá ofrecer conmiseración o desdén, una mano o la espalda que se aleja.

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