Amigas y amigos,
lectoras y lectores, internautas e internautos:
No quería volver sobre
el tema, sobre un argumento que para mis gustos ya está aburriendo muchos más moluscos
(¿y moluscas?) que las consabidas ostras (¿y ostros?). Pero en
este mundo en el que vivimos ya nos hemos quedado con demasiados rituales de
conformismo, con ese “políticamente correcto” que se ha transformado en un
auténtico bozal que nuestra sociedad – gran parte de ella – lleva supinamente
y, con más frecuencia de la deseable, aparentemente con gusto. O por lo menos,
sin hacerse demasiadas preguntas, ni mucho menos rebelarse.
Con todas las críticas
que se les puedan hacer, vengo de un país en el cual tuve el buen gusto y la
suerte de nacer. En una república recién surgida de una lucha contra un dictador
que no se murió en la cama mientras, por sucesivas décadas, la oposición con
sus variopintas etiquetas, conspiraba y luchaba… en París y alrededores. Yo
vengo de un lugar en el que la libertad la conquistaron mujeres y hombres –
comunistas y católicos, liberales y socialistas, “sinetiquetas” y gente común –
que lucharon años - ¡codo con codo, a pesar de sus diferencias ideológicas!- para
restituir al país sus libertades y sus normas democráticas de convivencia.
Por eso, y por muchos más motivos, no tengo
complejos ni tampoco esqueletos en el armario con los que arreglar cuentas o
convivir bajo un permanente estado de amedrentamiento o con complejos de
distinta naturaleza. Ni tengo que ser antinorteamericano, porque esos “chicos” –
cuyas cruces blancas, miles, siguen conmoviéndome cuando visito Normandía y
algunos lugares de Italia – a mí y a muchos nos dieron la libertad.
Ni tampoco tengo que
demostrar mi respeto hacia la mujer. Tengo mi biografía y me acompaña una
historia que, sin haber llegado a su estado ideal, tampoco se ha quedado muy
atrás en la evolución del pensamiento, de las costumbres y de las reglas con
relación a los países de su entorno.
¿Adónde quiero llegar? Sencillamente a reafirmar mi libertad de pensar,
hasta en voz alta, sin tener que pagar precios a la autocensura impuesta por
las modas corrientes y por unas corrientes de pensamiento castradoras de la
libertad individual. Y todo – sostienen muchos – porque tenemos que saldar
cuentas con errores y discriminaciones del pasado.
Pues no. No me van a
imponer historias e histerias de “género” (siempre he creído que el término se
refiere a la variedad de mercancías de un colmado o a la atribución gramatical)
ni me van a impedir que opine: sobre hombres y – ¡faltaría más! – tampoco sobre
mujeres. Si creo haber encontrado a un hombre curioso, singular, excepcional,
fuera de lo común o idiota, pues lo digo. Y si ha ocurrido con una mujer, no
veo por qué en ese caso algún fantasma o sentimiento de culpabilidad histórica
me tiene que obligar a la autocensura.
Esta misma mañana, sin que haya
llegado la sangre al río, he visto en Twitter que existen reflejos condicionados
sobre este último asunto. Reflejos muy rápidos y muy muy condicionados. Por la
política, por muchos “ismos” y por un amplio abanico de medios de comunicación,
que siguen teniendo una notable influencia sobre masas que a menudo tragan
ruedas de molino sin pestañear ni plantear la más mínima objeción.
«Pero que alguien me
diga de qué color soy… Yo sé que soy negro», decía mi viejo amigo Christian, médico africano de mi
juventud, cuando en Italia se comenzó a difundir la consigna “de color” porque decir
“negro” se consideró políticamente incorrecto. Luego vino Giuseppe, un
barrendero que de golpe se encontró que de “spazzino” había pasado a la
categoría de “operador ecológico”. Y no digamos lo de los minusválidos, que en
italiano llevan décadas siendo “diferentemente hábiles”, eufemismo que en
realidad no cambia absolutamente nada. Sólo llena el cajón de la hipocresía.
Justo como cuando a un amigo que se define a sí mismo como “ciego” le obligan a
autodenominarse “invidente”. Imagínense Uds – aquí bromeo por no llorar – si a
un consagrado imbécil se le llamara “diferentemente inteligente”…
Pues no. A esto no
quiero seguir jugando. Esta suerte de dictablanda muy “progre”, que hemos
aceptado como masas obedientes y uniformadas, y no como individuos pensantes,
ya es una verdadera esclavitud. La misma que ridiculizaba y hacía insufribles
los discursos de cierto político de aquí. Alguien que Uds. recordarán y que con
sus obsesivos y soporíferos «ciudadanos y
ciudadanas, amigos y amigas, vascos y vascas», indujo en muchos a optar por la estratagema de poner arrobas: "Ciudadan@s, amig@s, vasc@s...". Y en eso estamos y no veo mermar la tendencia.
Volviendo al principio
y al motivo de este desahogo, puedo prometer y prometo que si veo, creo y opino
algo sobre una mujer, lo diré sin complejos. Lo mismo que una mujer hará conmigo
y yo podré hacer referido a un hombre.
¿No queríamos paridad
de derechos? Pues dos tazas. Y yo, dispuesto a tomarme ambas.
Creo que lo básico es servirnos del lenguaje para comunicar las ideas, y no ser esclavos de, como bien dices, modas que nos cohiban a la hora de expresar nuestros pensamientos.
ResponderEliminarEstoy harta de ser esclava de lo que me dicen que tengo que decir o hacer. Ya vale de medios y políticos con frases hechas y un montón de imbéciles que van detrás.
ResponderEliminarTodo tiene un nombre y nunca es ofensivo llamar las cosas por su nombre real.
Estoy de acuerdo con todo lo que ha escrito.
Saludos.
Marta Herrero