«A este no le
compraría ni un coche de segunda mano». Más frecuente en el lenguaje político y
corriente al otro lado del charco, la expresión solemos utilizarla con
referencia a un candidato al cual no estamos dispuestos a entregar ni el voto y
mucho menos la confianza.
Pero es menos frecuente que utilicemos esa
consideración cuando nos referimos al mundo del comercio, a la relación
productor-cliente, cotidiana y mucho más estrecha de la que mantenemos con los
políticos. Mundos diferentes, por supuesto, y con características que sólo
mantienen un lejano parecido.
Por ejemplo, al político podemos otorgarle o
retirarle nuestra confianza sólo en contadas y periódicas ocasiones: las de la
cita con las urnas, cuando elegimos la fuerza política que más se acerca a
nuestra visión de la vida y los candidatos que querríamos ver al timón de la
situación. Un arma democrática y poderosa.
Y, sin embargo, perdemos de vista otro poder,
mayor por inmediatez de su eficacia del que tenemos con relación a la política.
Me refiero a algo que en algunos países tienen mucho más claro y cuyos
ciudadanos, en ese caso consumidores, saben ejercer con claridad de objetivos y
una determinación que tendríamos que observar y adoptar.
Estoy hablando de la retirada de confianza,
de apartar una marca de nuestra cesta de la compra, de la abstención a la hora
de escoger entre productos similares o equivalentes. Confieso que yo, salvo
casos de necesidad, urgencia o ausencia de alternativa, suelo practicar esta
modalidad de disenso y dejar, tácita pero tangiblemente, el testimonio de mi «No».
Evito adquirir productos que se publicitan
alrededor de un espacio televisivo o radiofónico que me disgusta o que ataca
seria y sistemáticamente mis principios, sobre todo los éticos y morales. Y no
digamos cuando la empresa productora viola o colabora en la violación de los
más elementales derechos humanos y cívicos. El abanico del disenso es muy
amplio.
Me quedo muy a gusto, aun sabiendo que lo mío
es testimonial, cuando compro Herrero en lugar de Hernández (discúlpenme los homónimos,
sólo es un ejemplo) porque así castigo una conducta o una línea de actuación
con la que no comulgo, no estoy en sintonía o directamente repudio.
Claro – dirán Ustedes – te quedas a gusto y
en paz con tu conciencia, sin embargo es una rebeldía poco eficaz.
Ese es el punto. Tendríamos que saber imitar,
aquí, eso que en otras, pocas, latitudes han sabido aprender y que asusta a las
marcas, sobre todo las más grandes, porque se las ataca donde más duele: la imagen
y el beneficio.
¿A qué viene todo esto?
Viene como reacción indignada al enterarme de
que se está investigando el comportamiento de un grupo empresarial cuyas trabajadoras
han sido humilladas. Sólo las trabajadoras, no los trabajadores, para añadir a
lo denigrante también lo discriminatorio. A esas mujeres – aquí me salto la
presunción de inocencia, porque está más que comprobado – se las obliga a ir al
aseo sólo por cinco minutos y colgándose un cartelito rojo que dice eso: “Aseo”.
No necesito comentar más. Es uno de los
muchos casos en los que hay que decir ese «No» con la mayor contundencia
posible. Y sabiendo que a ese repudio podemos acompañar un arma poderosa: no
comprar a esa empresa. Hacerlo con productos similares de otras marcas, ejerciendo
nuestro derecho de consumidores responsables.
¿Por qué no comenzamos a partir de hoy? Por
ejemplo, con los productos de Agronativa, del grupo agroalimentario “El Ciruelo”
de Alhama, Murcia.
Alguien podrá objetar que eso, si se hiciera
de forma masiva, podría tener consecuencias también para los puestos de trabajo
de los mismos trabajadores de una empresa o grupo comercial o industrial. El
riesgo existe. Pero tengo dos objeciones: la primera, que a lo mejor, si la
retirada de confianza es contundente, será suficiente para producir una
rectificación a tiempo; la segunda, mucho más importante, es que hay límites de
tolerancia insuperables y principios innegociables. Cueste lo que cueste. También
en tiempos de crisis.
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