A lo mejor no tiene nada que ver con esta
profesión, el periodismo, o a lo mejor sí tiene que ver. Porque aquí quiero
relatar una anécdota que habla de confianza. Y la confianza es sin duda - con
la deontología profesional, la corrección y la honrada subjetividad - uno de
las componentes de esa compleja relación que se instaura entre quien informa y
opina y quien recibe el mensaje. Sea este lector, oyente de radio o
telespectador.
Se me acerca una persona y me pregunta si tengo diez minutos para ver a
un señor que tiene un problema físico y bastante angustia porque teme que sea
algo grave. Naturalmente, ante mi extrañeza, pregunto quién es ese señor, por
qué se dirige a mí y, sobre todo, si le ha visto un médico.
Para hacerlo breve: poco después estoy ante un alto cargo con cierta
responsabilidad muy sensible, una de esas personas acostumbradas a
documentarse, hacer frente a situaciones límite y a tomar decisiones
importantes en un pis pas. Ahí mi sorpresa - pues aun conociéndole, apenas
superficialmente - se acentúa. Y mucho más cuando me cuenta el motivo por el
que quería verme.
Lo veo inmediatamente. Tiene una tremenda hinchazón en un ojo, un
párpado hecho un guisante rojizo con un puntito central ligeramente
amarillento. No es difícil intuir que con mucha probabilidad se trata de un
gran orzuelo, el característico quiste sebáceo que aparece en los ojos por
oclusión de la natural salida de la grasa, con la consiguiente frecuente
inflamación. La que en este caso, por volumen y oclusión del párpado, era muy
aparatosa.
Echo un vistazo y, naturalmente, pregunto si le ha visto un médico, un
oftalmólogo. Y, ante mi sorpresa, me contesta que acaban de verle y que no se
queda satisfecho ni tranquilo con el diagnóstico. Vamos, que quiere que yo,
periodista, le observe atentamente y le dé mi parecer. Ante lo cual, y no podía
ser de otra manera, insisto en que no soy médico y que tiene que seguir las
pautas indicadas por quien acaba de verle y de indicarle lo que tiene que
hacer.
Pues no hay manera... y me doy cuenta. Así que decido seguirle la
corriente y no hago otra cosa que repetir, pero con otras palabras y con
pequeñas e inofensivas modificaciones, los consejos de su médico. Lo que tendrá
que hacer: colocar hisopos o paños con agua caliente, acelerar la maduración,
observar cuidados higiénicos y tener algo de paciencia. Sobre todo, observar
que el proceso sea progresivo, regular y que no se prolongue mucho en el
tiempo. En ese caso, vuelta al médico.
Tampoco faltaron, ante algunas siniestras dudas del hombre (¿tumor?)
unas palabras tranquilizadoras mezcladas con ocurrencias y chistes. Y todo eso
tuvo su efecto. El hombre, mi “paciente”, me explicó que me tenía en mucha
estima, que confiaba en mí y que había seguido las actividades que desde hace
muchos años desarrollo en el desierto a favor de mis amigos nómadas. Sabía, me
dijo, que cuando no iba acompañado por oftalmólogos u otros especialistas, yo
mismo actuaba dentro de límites razonables. Y ahí tuve que aclararle que se
trataba de cuidados rutinarios, sabiendo lo que se hace, o de situaciones en
las que se trata de decidir entre dejar a un enfermo a su suerte (y a cientos
de kilómetros de cualquier posibilidad, en pleno desierto) o atreverse y meter
mano hasta donde se tengan las ideas claras.
Pues la conversación acabó allí. Con el hombre tranquilizado por mis
palabras y con una clara aunque peligrosa sensación: que su confianza en mi
persona superaba la confianza que ese señor hubiese tenido que tener hacia su
médico. Y no olvido que ese señor me dijo unas cuantas veces que me estimaba
como periodista, que le inspiraba credibilidad.
¡Vaya papeleta! Afortunadamente, situaciones como la narrada, que es de
hace pocas horas, no se repiten con frecuencia. Ahí jugaron un papel la
angustia, la preocupación de que se tratara de algo muy grave y la situación
anímica de la persona. Pero no olvido el subrayado sobre su confianza en mí.
Y
a renglón seguido, una vez digerido el curioso episodio, estoy obligado a
interrogarme. A preguntarme cuántas veces, en nuestra profesión, la
credibilidad y la confianza se ganan con dificultad en años de trabajo y se
pierden en una fracción de segundo por un solo error. Ya ven, es para pensarlo
bien, cada día, antes de sentarse delante de un teclado, ponerse frente a un
micrófono o mirar al piloto rojo de una cámara. Por respeto a Ustedes y – discúlpenme
el egoísmo – para que yo mismo me pueda respetar.
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