«Mía será la venganza y la retribución...»
(Dt 32, 35)

Tampoco escapa, esa gana de venganza, en lo más cotidiano, en los agravios de los que unos y otros creen o que tienen más que comprobado de que han sido víctimas. Y no pocos, recalentados anímicamente por ese afán de “arreglar cuentas”, enfilan el atajo y, dominados por esa sed de venganza, se lanzan a la búsqueda de la satisfacción de sus rabias más profundas en el intento de hacer el mayor daño posible al causante de sus males.
La venganza, con este nombre, siempre ha estado presente entre los seres humanos, a lo largo de su existencia en este planeta Tierra. Ha provocado riñas, ha sembrado el caos en muchos lugares, ha desencadenado y alimentado guerras entre las más sangrientas y sigue siendo el objetivo perseguido por individuos, bandas, grupos, movimientos y un sinfín de colectivos que desde luego no están contribuyendo al sosiego y a la paz en este atribulado mundo.
Hasta en los textos sagrados de muchas religiones se habla de venganza. La hay en el Corán como en el Antiguo Testamento. No están exentos de ese anhelo castigador, hasta sus más tremendas consecuencias, asociaciones esparcidas por el mundo; en el deporte se habla de vengar la ofensa para restablecer el honor y en las redes sociales de este mundo interconectado en tiempo real, para qué les voy a contar...

Doy gracias a mis padres por los cimientos, ese forjado de hormigón moral sobre el que fundamentaron los valores esencial de mi formación, que con los naturales vaivenes de la personalidad y de los aconteceres de la vida, aquí están y perduran en lo esencial. Mi padre falleció hace pocos años, a los 94, y ella sigue, lúcida, con sus lógicos achaques pero sonriendo a la vida y buscando todo lo positivo con 91 primaveras en sus hombros.

Creo recordar que era casi la hora de almorzar. Mi hermano, un niño, estaba observando con curiosidad infantil el vaivén de la gente frente a la puerta de casa. Alguien, subido a una moto a decenas de metros de distancia, lo observaba. De repente, la moto arrancó, aceleró apuntando a mi hermano y se lo llevó unos metros por delante. Un probable movimiento del niño hizo que el choque fuera contra su brazo y no en pleno cuerpo. Moto y conductor desaparecieron a toda velocidad y mi hermano acabó en el hospital con muchas lesiones, pero afortunadamente nada que médicos y tiempo no pudiesen curar.
Horas después, los carabinieri detuvieron al responsable de ese premeditado atropello. Se trataba de un conocido delincuente de poca monta que, por la función pública que mi padre ejercía, creía haber sido objeto de una injusticia. Nada de eso, pero es lo de menos en lo que me ocupa ahora. Lo que quiero es recordar lo que hizo mi padre, cual fue la reacción de mi padre y mi madre.
Detenido “in flagranti crimine”, con testigos oculares de sobra, el hombre tuvo un juicio en breve tiempo y fue condenado. Mis padres, después de la inicial preocupación por la salud de su hijo, que se repuso con cierta rapidez, tuvieron otra preocupación: el reo encarcelado dejaba sin amparo y sin sustento a una esposa y a muchos niños, una situación que no podía dejar insensibles. Y mucho menos a mis padres.

Pues fue cuestión de días. Mis padres ayudaron a la familia y poco después mi padre encontró un digno trabajo a la mujer, lo suficiente para que pudiese llevar a casa lo necesario para seguir hacia delante sin graves dificultades.
Es todo. Y es así, es con episodios parecidos que crecí y fui educado. Y por mucho que la vida dé vueltas, lo que se siembra, los cimientos sobre los que se edifica, marcan y en el curso de la vida afloran sus consecuencias. Eso es algo que nunca podré agradecer suficientemente a mis padres, cada uno con su talante pero ambos con valores compartidos y bien transmitidos, con constancia y con el ejemplo.
¿A dónde quiero llegar? A intentar explicar por lo menos algunos de los motivos que me impiden albergar sentimientos tan destructivos como el odio y el deseo de venganza, que considero tan humanos como deleznables. Sentimientos e impulsos que no acepto moralmente y que, aunque la naturaleza humana puede hacerlos asomar en algún momento, rechazo con todo el vigor del que soy capaz.
A veces, debatiendo o conversando, he utilizado ejemplos duros. He llegado a afirmar, y lo mantengo, que ni siquiera si asesinaran a un familiar, haciendo estragos de su cuerpo, llegaría a odiar y a tramar la venganza. Lo mantengo, aunque a menudo llega la respuesta: “No has pasado por eso”. Pues no, pero me conozco y conozco a gente que ha pasado por eso o por algo de elevada gravedad y dolor y que ha reaccionado de una manera o con un comportamiento opuesto al que se esperaba.

El deseo de venganza, además, implica el deseo del “ojo por ojo, diente por diente”, unas irrefrenables ganas de desquite y si es posible con propina y el mayor sufrimiento de quien estamos seguros que nos causó una ofensa, un percance, una injusticia. Otro NO con mayúscula y negrita.
Otra cosa es pedir, exigir justicia cuando el perjuicio, el daño o la ofensa de las que creemos haber sido los sufridores pueden tener su cauce en la vía civil o penal. Y si el ámbito es personal, cuando estamos en la esfera de las relaciones humanas y de los comportamientos no delictivos, sean calumnias o maledicencias, engaños o estafas morales, ahí quedan las naturales e instintivas reacciones como el repudio, el desdén, la ofensa, la desilusión, el dolor, la merma en la confianza hacia los demás. Reacciones y consecuencias que, según gravedad y profundidad, pueden acompañar momentos, días, meses, años y hasta toda una vida.

Y ahora, digan Uds. que soy un “buenista”. Pues no. Setenta veces siete ¡NO! (cfr. Mt. 18, 21-22). Aunque cueste y a menudo el precio sea alto, el hecho es que mi brújula existencial intenta apuntar a un Norte en el que creo firmemente, y poco importa que no sea el más convencional, cómodo y fácil.
Y ahora, con su permiso, estoy obligado
a tomarme un descanso.
Y espero que sólo sea eso.
Y ahora, con su permiso, estoy obligado
a tomarme un descanso.
Y espero que sólo sea eso.