¿Por qué les
cuento esto? Me lo estoy preguntando. Mejor dicho, me pregunto si se van a
cabrear algunos o muchos compañeros de profesión. Porque se sentirán aludidos o
también porque tienen ese sentido gremialista de la ocultación que les lleva a
decir que no hay que echar lodo. Y no es esa mi intención. Sólo les quiero
contar un episodio, uno de muchos parecidos, pero ese con algunas
singularidades.
Viene a cuento
del hartazgo que uno tiene cuando sigue leyendo, uno detrás de otro, los
artículos, crónicas con opinión entre líneas, titulares, comentarios, etc., que
constituyen la constante exigencia moralizante hacia los demás. El político
honrado al cual no se le admite una falta, el empresario que se mueve con
demasiada soltura en sus negocios, el banquero que gana escandalosamente.
Muy bien. La
actitud crítica y la denuncia son parte fundamental de nuestra profesión de
formadores de la opinión pública a través de la información. A condición,
naturalmente, de que esta sea correcta, completa, sin omisiones oportunistas ni
sesgos dictados por nuestras personales ideas e ideologías.
Quisiera
añadir una condición, la que nos hace vulnerables a la hora de la denuncia. Un
periodista tiene que ser moral y éticamente inatacable si quiere permitirse el
“lujo” de colocar una diana en la frente de cualquier ciudadano. Y no siempre el profesional de la información
puede permitirse ese lujo. No puede, por ejemplo, si acepta un viaje exótico
pagado por una multinacional y luego escribe un largo y elogioso artículo que
glosa el tal producto o la iniciativa de una de las sociedades de ese grupo tan
generoso. Como tampoco puede ser el látigo de los que meten la mano en el
frasco de la mermelada, y se quedan pringados, cuando luego el mismo periodista
se toma algunas “libertades”.
Pues leyendo algunos
artículos y viendo quienes firmaban, me he acordado de decenas de episodios,
casi todos durante viajes por motivos de trabajo: la conferencia internacional,
la cumbre, el desastre, la cita electoral y muchas más ocasiones de esas que, a
mí y a muchos compañeros, nos han llevado por unas cuantas longitudes y
latitudes.
Y es así, por
este mecanismo de lectura, recuerdo, conexión, como he llegado a un remoto
episodio, uno de muchos y más frecuentes de lo que se pueda pensar. Aunque ese
tenía una singularidad. Pues vamos a volver a esa noche, en Lisboa…
No importa con
quién yo compartía mesa ni tampoco es importante el nombre del restaurante. Un
local que, cuando tomé asiento en una cómoda mesa, todavía no estaba lleno de
clientes como de costumbre. Quedaban unas pocas mesas, ahí en el fondo, y fue
justo allí a donde poco después vi que se dirigían algunos colegas con lo
cuales había coincidido en muchos viajes. Más aún: a algunos les conocía desde
muchos años atrás.
La cena
transcurrió sin pena ni gloria, una de muchas. Salvo el espectáculo final.
Justo en el momento en que hice una señal a mi camarero para que trajera la
cuenta, vi que en la mesa ocupada por mis colegas algo estaba ocurriendo. Había
quedado sólo uno de los periodistas, un conocido fustigador de costumbres
ajenas, uno de esos inquisidores de políticos y sus finanzas que, puesto de
pie, peleaba con un camarero por la posesión de algo que en un primer momento
no identifiqué. Observé que los dos tiraban de ese objeto que parecía un libro,
un cuadernillo, algo con hojas. Y vi la cara de estupor del camarero que, aun
manteniendo la compostura y el respeto del cliente, parecía decidido a no
soltar ese objeto tan deseado por el periodista.
Por la
distancia, no conseguí escuchar con nitidez lo que los dos se decían. Pero
estaba más que claro. El camarero decía “no” y mi colega insistía, no sé bien
con cuáles argumentos, para quedarse con lo que se le negaba. Y la cosa duró
unos interminables minutos, aunque no muchos, hasta que el cliente abandonó la
presa, recogió su cuenta y el tabaco de la mesa y apuntó hacia la puerta, que
franqueó de prisa y sin saludar.
No sería
periodista si no tuviese algo de curiosidad innata. Pero esa noche, confieso,
se trató de curiosidad morbosa. Y me las arreglé para retardar mi salida del
restaurante. Primero con un segundo café, luego fingiendo escribir algunas
notas en un bloc. Todo para esperar hasta que a mi lado pasara el camarero
coprotagonista de la escena que antes había contemplado.
Seré breve. El
estupefacto camarero me explicó que mi colega, después de haberle pedido que subiera
notablemente el importe de su cuenta, le ofreció comprarle el talonario de las
facturas. Con todas su hojas en blanco, naturalmente.
La discusión –
me explico el trabajador – vino del estupor por el importe que el periodista le
ofrecía. Diez o quince veces el valor de imprenta de ese taco de hojas con
membrete de la casa y columnas para descripción de manjares y sus importes.
Este sólo es
un episodio, el que mejor recuerdo. Pero es sólo uno de cientos de los que he
podido contemplar y padecer viajando con periodistas. No todos son así,
ladrones, pero suele ocurrir, y no esporádicamente, que unos cuantos de esos
suelen ser los mismos que fiscalizan y poner a parir las “alegrías” con el
dinero de políticos, administradores públicos, managers, etc.
De ese
periodista que, a distancia prudencial de donde caián las bombas, en Sarajevo,
se destrozó a martillazos una rodilla, les hablaré otro día. Con su jubilación
dorada y desde la villa frente al mar, pegada a un parque nacional y en gran
parte pagada por el seguro de riesgos de guerra del medio, él sigue escribiendo
columnas. Y fustigando la ligereza ética y moral. De los demás, naturalmente.
“El que esté libre de pecado que tire la primera piedra” Jn 8,7
ResponderEliminar¿Y tu tienes piedras? ¿En los riñones o en la vesicula?
Lo he escrito justo porque no tengo de esas piedras. Ni en riñones, ni en vesícula y mucho menos con relación a comportamientos como el descrito.
EliminarSI alguien puede documentar lo contrario, encantado de publicárselo aquí mismo.
Quedo a la espera.