

He tenido que llegar a “censurar” numerosos comentarios, algunos brutales y crueles, y ha ocurrido que una parte minoritaria pero significativa de los visitantes haya hecho una lectura “al revés”, alejada de mis intenciones.
Cuando hablo de “enfermedad del alma” no me refiero a la depresión (grave, seria y difícil enfermedad, que necesita de todo el tacto posible y que no hay que confundir con la coloquial “depre”). En el texto me refiero a ciertas alteraciones psicológicas de la personalidad, a ese malestar que no se quiere reconocer en uno mismo y que lleva a comportamientos irreflexivos, impulsivos y a menudo obsesivos, a pesar de percibirlos el sujeto como perfectamente coherentes y racionales.
Estoy hablando de actitudes vitales que, motivadas por frustraciones, acumulación de experiencias negativas, deseo de rescate y revancha, agotamiento acumulado, etc., van recargando y retroalimentando siempre más una inquietud profunda que, sin embargo, cara al exterior, se consigue disimular bastante bien aun llevando a comportamientos muy a menudo irracionales e autolesivos. El sujeto en cuestión suele “venderse” bien, y por eso no es sencillo detectar la situación para los interlocutores que aprecian y valoran exclusivamente a través de las pocas y filtradas informaciones de su personalidad y vida que el protagonista suministra.
Aunque la palabra pueda molestar, una alteración así entra en el campo de las patologías. Reconocerla es el primer paso. Mofarse de ellas, o ser crueles, como ha ocurrido con algunos comentarios que he retirado, no es constructivo. Tampoco lo es quedarse como meros espectadores, si se trata de personas allegadas o hacia las cuales existe aprecio.
Vivimos en un mundo en el que, no digo que siempre, somos capaces de interesarnos y preocuparnos porque alguien tiene un cáncer u otra grave enfermedad física. Y menospreciamos las otras enfermedades, los “malestares del alma”, tan serias como las del cuerpo.
Eso no es de recibo. No es humano.

Cuando se trata de un mal físico, aunque sea grave o muy grave, y salvo circunstancias personales muy específicas que lo desaconsejen, la medicina ha llegado en los últimos tiempos a un consenso: al enfermo se le informa. A cada uno según su personalidad, preparación capacidad de comprensión y sensibilidad. Pero no se le miente por acción o por omisión. Yo mismo siempre he pretendido conocer cualquier realidad sanitaria que me atañe para poder organizar racionalmente mi vida.
Pero cuando se trata de otro tipo de malestar, cuanto la patología de fondo, que no viene de hoy y se acelera, entra en una espesa bruma que sólo permite percibirla desde el exterior, con el sujeto lanzado en un acelerón irracional de su vida, ¿qué se hace? ¿Cómo se gestiona esa situación y esa responsabilidad? Sobre todo si la capacidad receptiva es nula, si no hay entorno directo, cercano, nadie que pueda mover ficha, y si alguien la moviera obtendría el rechazo y la obcecación por respuesta? Un miura gigantesco, ese, para que cualquiera intente torearlo sin que se lo lleven por delante.
El derecho a saber, decía. En lo físico, aunque se trate de situaciones dramáticas, si se cuenta se cuenta lo que hay y en la mayoría de las situaciones el enfermo ya es consciente de su propia situación, aunque no conozca el grado de gravedad. Pero cuando se trata de las llamadas enfermedades del alma, cuando son los equilibrios más sutiles del individuo los comprometidos, cuando si se observa atentamente la evidencia es tan fuerte y preocupante, ¿qué se hace?

¿Cómo se convence a que se abrigue y se resguarde a alguien que no quiere saber nada de la meteo y que va semidesnudo por la calle, cuando se anuncia un frío polar que puede tardar minutos u horas, pero va a llegar?
He intentado buscar respuestas en el mundo de la psicología clínica y de la psiquiatría. Y casi todas las respuestas van en la misma dirección. Si no hay entorno directo, lo que tampoco es una garantía de aceptación del ofrecimiento de ayuda, la mayoría de esas situaciones son causas perdidas. A un adulto no se le puede obligar ni siquiera a escuchar. A lo sumo se pueden lanzar señales. Pero si el interesado vive en la ceguera su frenesí, y no percibe ni mínimamente que algo anómalo le pasa, difícilmente escuchará. Y la reacción será de contundente negación y rechazo, además de indignación y hasta de odio por las “ofensivas” insinuaciones recibidas.

¡Qué pena!
* Y vamos a fugar el malentendido de siempre. Una alteración de los equilibrios con consecuencias en la lucidez, la visión global y sosegada y la reflexión, no significa "estar loco". Significa que hay un malestar, superficial o profundo, una alteración de los equilibrios, por ejemplo que el sujeto no percibe su propia realidad con serenidad porque focaliza su atención de manera casi obsesiva.Y obra en consecuencia.